Cuando tenía once años,
a Neil le diagnosticaron acromatopsia, es decir, no podía distinguir
los colores. A causa de este severo grado de daltonismo Neil veía
todo en blanco y negro. Una austera y monótona escala de grises
teñía su realidad. Lejos de que esto supusiera un problema, una
deficiencia que le impedía relacionarse con su mundo de niño de
once años, Neil se lo tomó como otra característica suya más,
igual que ser el único niño vegetariano de su clase, o lo mismo que
ser el único en apellidarse Harbisson del pueblo donde vivía. La
acromatopsia lo definía, pero no lo excluía.
Neil era gran aficionado
a la lectura pues su padre, que era profesor de inglés, se la había
inculcado, y empezó a leer en busca de respuestas. Quería saber qué
era el color, aquello que él no podía detectar. Leyó y releyó
pero ninguna de las grandes teorías del color le servían. ¿Cómo
podría él detectarlo? ¿Cómo podría experimentar esa sensación?
¿Cómo conseguiría percibirlo?
Y entonces, la música,
como tantas otras veces y para tantas otras personas, fue su
salvación. Mientras tocaba el piano un día, ya con veinte años,
dio con la solución. ¿Acaso la luz y el sonido no eran lo mismo?
¿Acaso no eran ondas ambas manifestaciones? Y así, de una manera
brillante, Neil ató cabos y pensó en asociar cada frecuencia de luz
a una nota, a un sonido. Por tanto, podría detectar las frecuencias
de onda de los colores y asignarles un determinado sonido.
Pero tan fantástica idea
necesitaba de un aparato que le permitiese detectar la frecuencia de
la onda de luz y transformarla en un sonido. Otra casualidad hizo
acto de presencia en la vida de Neil. Al asistir a unas clases de
cibernética, consiguió recabar la suficiente información y
colaboración para construirse una antena. Como todo gran invento, su
eyeborg (así lo llamó en un principio) gozaba de una elegante
simplicidad. Insertado en la parte trasera de su cráneo, y mediante
el implante de un software, Neil sufrió un ligero cambio físico que
suponía, verdaderamente, una profunda transformación: se había
convertido en un cíborg.
En realidad, tal y como a
él le gustaba explicarlo, el cambio no fue tan rápido. Porque para
que uno sea cíborg, debe sentirse cíborg. Y él se sintió cyborg
pasado un tiempo después del implante de su nuevo órgano. Cada vez
que lo contaba, su voz se volvía temblorosa de la emoción, y las
pupilas se le ensanchaban. No era para menos. Empezar a notar que ya
no eres humano no es una sensación baladí. Creo que, en esa
tesitura, cualquiera de nosotros sentiríamos un nudo en el estómago,
se nos erizarían el vello y hasta a alguno se nos escaparía una
lagrimita.
Pero volvamos al relato
del momento de sentirse cíborg. Neil siempre contaba que fue el día
en que se despertó y se dio cuenta de que había soñado con
colores; o mejor dicho, con sonidos. Fue ese el momento en que se
percató de que su cerebro no distinguía entre lo que era producto
del software que llevaba implantado de lo que su propio cerebro
producía. En ese kafkiano instante, Neil dejó de sentirse humano.
Ahora debería llegar el
final de la historia de Neil, en el que hablaros de su adaptación
en una sociedad de humanos no siempre receptivos a lo nuevo y
tolerantes con lo diferente. Quizás esperabais que os contara a qué
se dedicó después de convertirse en cíborg. De su estilo de vida,
de sus aficiones, de sus romances tal vez. Pero eso lo podéis
averiguar vosotros mismos. Neil Harbisson no es un personaje de
ciencia ficción. Es real. Tiene treinta y cuatro años, reside en
Nueva York y es el primer cíborg oficialmente reconocido. En 2004,
el gobierno británico le permitió renovar su pasaporte y reconoció
la antena como parte de su cuerpo.
Yo tuve la oportunidad de
conocerle cuando, hará un par de meses, lo entrevisté para Faaan!,
una revista sobre creatividad y diseño de Barcelona. Sí, habéis
leído bien, creatividad y diseño. Neil Harbisson es artista. Es el
precursor del Cyborg Art. No es de extrañar puesto que Neil
es el primero en muchas cosas. También en detectar la luz
infrarroja, en recibir llamadas directamente a su cabeza e incluso el
primero en poder conectarse mentalmente con los satélites que orbitan
alrededor de nuestro planeta y escuchar los colores del espacio. La
realidad vuelve a superar a la ficción. A la ciencia ficción,
diría.
Sé que mi relato no ha
estado a la altura de Isaac Asimov o de Philip K. Dick. Mi
imaginación no alcanza para inventarme un personaje como Neil
Harbisson. Aunque tengo que decir que conocerlo ha sido mucho mejor.
Escuchar a un cíborg explicarte con su propia voz, que por cierto
lejos está de sonar metalizada, fría e inexpresiva como la de los
cíborgs del cine, que sentirse cíborg “es sentir que tu eres
tecnología, no que la estás usando o llevando. No notar la
diferencia entre la antena y mi cuerpo, sino considerarlo como
cualquier otro órgano; no sentir la diferencia entre el software y
mi cerebro, sino ver que están unidos”, escuchar eso, decía, ha
sido una experiencia insuperable.
Por otra parte, ¿qué
pensarán James Cameron o Paul Verhoeven sobre Neil Harbisson? Sus
películas Terminator y Robocop, ahora consideradas de culto, tenían
como protagonistas a dos cíborgs y fueron grandes éxitos
comerciales en los ochenta. Desde luego no son las únicas. El cine
de ciencia ficción ha recurrido a estos personajes mitad humanos
mitad máquinas en bastantes ocasiones y ha explotado este filón con
mayor o menor éxito. Pero en general todas han contribuido a que nos
preguntáramos sobre nuestra relación con la ciencia y con la
tecnología.
Hace un tiempo leí el
libro Cine y ciencia ficción de
J.P.Telotte, profesor de literatura, comunicación y cultura
en el Georgia Institut of Technology. En él se analiza cómo este
género del cine es de gran interés para “cuestiones que son
particularmente importantes para la tecnocultura contemporánea”;
entre ellas la naturaleza del yo o la fragilidad de la existencia
humana.
Qué duda cabe de ésto.
La fascinación por el futuro, por saber qué nos depararán los
descubrimientos científicos y los avances tecnológicos, por
visualizar qué será de nosotros como especie, ha generado
inmumerables relatos y fotogramas que han provocado que nuestra
imaginación volara. Pero, aún más importante, y como dice
Telotte, ha sido la forma en que nos hemos planteado preguntas
estrechamente relacionadas con la filosofía o la ética de los
avances tecnocientíficos.
Neil no me quiso desvelar
en qué lugar y quien le hizo la operación para implantarse su
flamante nuevo órgano. Simplemente comentó que los comités de
bioética de diferentes instituciones médicas rechazaron su
solicitud. Yo tampoco quise entrar en detalles. Pero quedaba claro
que, aunque técnicamente se podía hacer, existían reparos desde un
punto de vista moral. De nuevo, la ciencia ha sido más rápida y
habrá que adecuarse a la nueva realidad. Conseguir renovar su
pasaporte es un buen ejemplo: el Gobierno de Su Majestad tuvo que
ceder y permitir que uno de sus súbditos apareciera fotografiado con
un dispositivo electrónico. Aunque ahora sabemos que es algo más
que eso.
Otro tema, en cambio, es
si Terminator perderá poder de fascinación conociendo la
existencia de Neil. ¿Que nos parecerá este tipo de cine ahora que
sabemos que el futuro ya está aquí? Ya no tenemos que imaginarnos
cómo será un cíborg. Hay uno que vive en Nueva York y viaja por
todo el mundo explicando su experiencia, explicándose a si mismo. Y
queda claro que ni es tan malo como Shwarzenegger, ni sufre tanto
como Peter Weller, ni mucho menos es perseguido como los replicantes
de Blade Runner.
Además, y que no cunda
el pánico, os tengo que decir que no está solo: la invasión cíborg
está en marcha. Porque, de la misma manera que OCP crea a Robocop en
el film de Verhoeven, Cyborg Nest es la empresa con la que
Neil está desarrollando y comercializando nuevos sentidos. A partir
de ahora, más gente podrá llevar implantada tecnología en su
cuerpo. Esta tecnología les permitirá percibir el mundo de otra
manera, tener otras capacidades. ¿Estamos a punto de dejar de ser
humanos?
Dejemos que Neil
conteste: “Sí, creo que estamos en el renacimiento de nuestra
especie. Estamos en un punto de diseñar qué especie queremos ser.
Yo me considero trans-especie, por el hecho de adaptar órganos y
sentidos de otras especies o de especies que aún no existen. Igual
que ahora no tienes por qué vivir el resto de tu vida con el género
con el que has nacido, ¿por qué tienes que vivir siendo la especie
con la que has nacido?”
Como afirma el profesor
Telotte en el libro que antes mencionaba, “una
pregunta clave que guía a la mayoría de la ciencia ficción no es
qué podemos hacer con nuestros conocimientos científicos, sino más
bien, dado un poder concreto, qué es lo que podemos hacer con él.”
No busquemos más en las películas, en los libros o en los cómics.
Ya tenemos la respuesta. Sayonara, baby. O mejor dicho,
bienvenido, Neil.