Ahora que crece la alarma por la poca vocación científica que hay entre los estudiantes, y que casi seguro se va a ver aumentada por estos tijeretazos en los presupuestos en investigación y educación y la precarización sistemática que va encaminada a ser sistémica de los doctorandos e investigadores; ahora, decía, es cuando me pongo nostálgico y pienso por qué yo estudié Biología.
Repaso mi imaginario infantil y juvenil y reconstruyo cómo se despertó en mi la vocación científica, a pesar de haber crecido en una familia de letras, y espero que se me permita esta falaz distinción para simplificar y avanzar.
Pues no sé si todo empezó o no con Érase una vez la vida, pero esta serie ocupa un lugar preferente en mis recuerdos de la infancia. La sensación al evocar esta serie es solo comparable con la que siento al recordar el sabor de merendar pan, hecho por mi abuela, con chocolate. Érase una vez la vida me proporcionó las imágenes con las que ilustrar lo que pasaba dentro de mi cuerpo: los policías blancos luchando contra los fusiformes virus, las pequeñas y juguetonas plaquetas colaborando para taponar una herida, los rápidos mensajeros con sus mensajes enrollados bajo el brazo y corriendo de un lugar hacia otro para transmitir la información, el Maestro con su larga y blanca barba desperezándose en la mesa de mandos dónde todo se controlaba, los guapos Pedrito y Kira navegando de aquí para allá con sus naves,... Con Érase una vez la vida le puse cara a mis células y el metabolismo cobró sentido narrativo para mí.
Mientras tanto, y no recuerdo cómo pero pasó, me encapriché de un juego de mesa que te permitía hacer experimentos de química. Posiblemente fue al verlo en un anuncio de la tele, mientras veía Érase una vez la vida, no lo se. El caso es que el Cheminova me llegó por reyes, a finales de los ochenta imagino. Estaba empeñado en descubrir algo, así que me saltaba los experimentos que venían en el libro de instrucciones y los hacía a mi manera. Mis padres me avisaban del peligro de las aventuradas mezclas y combustiones, así que alguna vez me salía a la terraza de casa y encima de la lavadora me montaba mi pequeño laboratorio y me ponía a experimentar sin ton ni son. Nunca llegué a ningún descubrimiento notable. Pero los momentos que soñé que me convertía en un famoso científico suplen tal carencia de resultados. El sueño terminó al mismo tiempo que se vaciaban los botecitos de las sales y demás compuestos.
Por aquel entonces, yo aún no sabía qué era eso de ser científico. Pero me imaginaba una vida llena de aventuras si me decidía a serlo. De eso tenía la culpa otra serie de televisión, El profesor Poopsnagle y el secreto de las salamandras de oro. Yo quería ser de mayor como el protagonista: el profesor García, sabio y apreciado por su nieto y los amigos de éste, y sobretodo porqué iba a salvar al mundo de la contaminación. Esa mezcla de inventor, geólogo, químico y no se cuantas disciplinas más que dominaba el profesor García, era para mí la profesión de científico. Y si además podía ir volando en un autobús, ¿a qué otra cosa me podría dedicar de mayor que me proporcionara tal diversión?
Después llegaron los noventa, fui al instituto y allí tuve la suerte de encontrarme con uno de los mejores profesores que he tenido, que curiosamente era el de Ciencias Naturales. Su personalidad y su manera de enseñar me cautivaron y fue decisivo en mi decisión de estudiar Biología. Y aunque me podría detener en él y dedicarle toda una entrada de este blog, no lo haré y simplemente destacaré una cosa ya sabida porque todos la hemos vivido: la importancia que tienen los profesores en nuestra adolescencia.
Hoy en día existen mil canales de televisión con documentales de naturaleza, de tecnología, de ciencia, existen también series de dibujos con niñas exploradoras, de personajes futuristas. Hoy en día también los padres nostálgicos ponen a sus hijos series como Cosmos de Carl Sagan, que aunque yo no la recuerde fue de las precursoras en la divulgación científica y marcó también a toda una generación, e incluso hay quién pone también a sus hijos Erase una vez la vida. Y esos niños iran al instituto y puede que se encuentren con un profesor de Ciencias que les motive lo suficiente como para estudiar Biología. Pero cuando sean conscientes de lo que significa ser científico hoy en día en este país, su nostálgico imaginario construido a partir de esas series y esos personajes no tendrá nada que hacer contra la dura y precaria realidad. Y la alarma habrá dejado paso al desastre.