No sé si os suele pasar eso de pensar en vuestro futuro. Y no me refiero a ese momento de querer que os echen las cartas o de poneros a leer el horóscopo. Quiero decir si os veis con setenta, ochenta o incluso, al ritmo que sube la esperanza de vida, si os imagináis cómo viviréis con noventa años. ¿No? A mí me pasa mucho. No porque me esté haciendo mayor y me obsesione el paso del tiempo, sino porque cada día me cruzo con una residencia de la tercera edad.
Es al salir de clase, no la serie, sino cuando salgo de dar clase, muy cerca del instituto donde trabajo, me topo todos los días con este centro para gente mayor. Y me pasa como a Proust con la magdalena pero al revés: que ver a la gente anciana, a través de la ventana de lo que imagino debe ser su sala de estar, me transporta a mi vejez.
Suelen estar casi inmóbiles, algunos en sillas de ruedas, mirando la tele, o simplemente al infinito, o dormitando, pero a muy pocos los veo conversando. La dosis de actividad de tal escena, sin embargo, la pone la joven que debe estar a su cargo, de blanco riguroso y rápido ajetreo. Realmente, la cuidadora tiene un gran mérito, no solamente por hacerse cargo de las necesidades más primarias de sus usuarios, sino porque además puede que sea su única certeza de que todavía están vivos.
Ella les da la medicación, les acompaña al lavabo o incluso les debe cambiar el pañal, les debe dar agua, triturar la comida, y cantarles alguna que otra canción que les refresque la escasa memoria que tal vez les quede. Un momento proustsiano en toda regla. No como lo mío. Y aunque la cuidadora debe ir como loca entre tanto residente (tal vez haya dos, pero los recursos humanos escasean en este tipo de instituciones, creedme, sé de lo que hablo porque durante un tiempo formé a los futuros profesionales del sector) estoy también convencido que les mirará a los ojos cuando les hablará, les rozará su artrítica mano cuando les acerque el vaso de agua para tomarse la pastilla y les preguntará si necesitan algo más seguido de un piropo coletillero.
Porque cuidar de alguien, niño o mayor, es algo más que una rutina, algo más que una simple repetición. Aunque eso sea lo que se puede llegar a percibir si hacemos caso a la gama de robots sociales que parece que algunas empresas, en connivencia con sendos institutos tecnológicos, desarrollan a toda máquina (valga la redundancia). Me podría ir a California para ilustrarlo, pero me quedaré más cerca: el proyecto Movecare que, tal y como contaba la Agencia Sinc el pasdo mes de Febrero, se está desarrollando en nuestro país. El titular era éste: "Cómo mejorar la vida de las personas mayores mediante robots". Si seguíamos leyendo la noticia veíamos:"Según sus promotores, se trata de tecnología punta como respuesta a las demandas de una sociedad que exige nuevas propuestas para mejorar la calidad de vida de las personas mayores; sistemas inteligentes que complementen a la atención primaria para cubrir sus necesidades".
¿De verdad es una necesidad de la sociedad? ¿En qué sentido la gente que veo en la residencia cada día vivirá mejor si le ponemos un robot en su casa? Sí, podremos quedarnos tranquilos que nuestro pariente no estará nunca "solo". Y esa me parece que es al auténtica razón del desarrollo de estos, y de otros robots. Al fin y al cabo, el automatismo nos permite alcanzar un sueño que la humanidad ha tenido repetidamente: tener esclavos pero sin remordimientos, porque estas máquinas no sienten, de momento...
Además, cada vez que escucho hablar de robots, y últimamente es mucho, pues casi cada día aparecen por un lado o por otro en la conversación, en la radio, en la prensa, en los memes de Museum of internet, pues eso, que cada vez que oigo-leo robot, la segunda palabra que le sigue es trabajo. Porque los robots nos vienen a quitar el trabajo. ¡Drama!
Si antes fueron los inmigrandes, ahora tenemos un nuevo target al que culpar y odiar por nuestro elevado índice de paro. Y la siguiente palabra que continua después de robot y trabajo es, tachán, crecimiento. Y es cuando ya se me ponen los pelos como escarpias, se me arruga la frente y cierro los ojos para respirar profundamente, tal y como mi profesora de yoga me enseñó. Esa manía humanocapitalista de crecer y crecer, de producir y consumir, de estropear e idear-diseñar-fabricar algo para arreglarlo, y estropear en ese proceso estropear otra cosa y así infinito.
Echo en falta, de verdad, que cuando se hable de robots, alguien pronuncie la palabra humanismo. Y ojo, que me encanta este tema, diré aún más, me apasiona, como todo reto tecnocientífico al que nos enfrentemos. ¿Pero, por favor, podemos escuchar qué opinan de los autómatas y de la inteligencia artificial gente como Lucy Suchman? Tuve el placer de verla hace unos meses en directo y sus reflexiones aún no las he visto yo publicadas tanto como la de los profesores del MIT, de la London School of Economycs y demás think tanks de la globalidad. Ni se han molestado en invitarla cuando en Davos se analizaban apasionadamente los retos de la mecanización de la sociedad ni cuando el Parlamento Europeo se planteaba si los robots pagarán impuestos.
La socióloga británica se pregunta que por qué en vez de intentar humanizar cada vez más a las máquinas, no nos humanizamos nosotros, abriendo la reflexión de qué significa realemente esto de ser humanos. También es de las pocas que pone sobre la mesa temas no tan metáfisicos, por ejemplo, como quién cargará al robot cuando se le acabe la batería y tu no sepas quien eres debido a tu avanzado Alzheimer, o a qué precio se van a vender estas maravillas técnicas, o que el interés de la industria militar en tener soldados sin el menor remordimiento de disparar contra la gente está detrás de muchos de estos avances.
Si tan asustados estamos porque las máquinas nos dejarán en el paro, ¿qué mejor que generar empleos para cuidarnos los unos de los otros y dejarnos de autómatas? Me pueden llegar a parecer una una idea con cierta lógica para ciertos procedimientos que sí que son repetitivos, como las cadenas de montaje, o en ciertas técnicas médicas. Pero, ¿un robot para mi jubilación? Si hay poco trabajo, y realmente nos preocupa, repartámoslo, trabajemos menos horas, vivamos de otra manera.En ese sentido me pareció fascinante la idea del pensador Rutger Bregman de instaurar una jornada laboral de menos horas y de asignar una renta básica universal. Abramos de una vez el melón pero para repartir, no para repetir.
Y de la misma manera que hablo de los robots que nos cuidarán (y aislarán del mundo, de nuestras familias y nos recluirán en casa porque nadie se quiere hacer cargo de nosotros, tan solo una inteligente aunque inerte máquina) siguiendo con esta individualización disfrazada de comunidad virtual a la que nos estamos habituando, también los habrá para que cuiden a vuestro hijos, los eduquen, y quien sabe si algún día las máquinas (androides queda más cool) acabarán ligando con ellos.
No
propongo detener la investigación en estos campos. Espero que no me
malinterpretéis. De lo que hablo es de la necesidad de una reflexión
profunda, seria y bien explicada, de lo que puede suponer la
implantación de los robots sociales. Sabemos qué piensan sobre ello
los tecnólogos y los economistas. Hagásmosles un sitio a los
humanistas e invitémoslos a los foros, los parlamentos y las
escuelas. Porque si de verdad queremos entender hacia dónde vamos,
qué mejor ellos que saben de dónde venimos.
En
mi viaje contra-proustiano de cada día no me veo bajo el cuidado de
un robot. Tampoco se lo deseo a nadie, la verdad. Prefiero estar
inválido, rodeado de seniles, pero escuchando una voz humana. Aunque
esta mañana he leído que puede ser ya también clonada. ¡Maldición!
Pero aunque sé que los robots serán capaces de pintar como Picasso,
de cantar como la Callas, o de escribir como Gloria Fuertes, intuyo
que está llegando tiempo nuevo que nos hará valorar
que,verdaderamente no necesitaremos a alguien que lo haga como
ellos, que vuelva a ser ellos.
Cada
vez más gente aboga por trashumanizarnos, por convertirnos en
cíborgs, dejar de ser humanos y empezar de cero, colonizar otros
planetas y fundar una nueva era. Creo que no hace falta llegar a
tanto y, aunque me huelo que si al poder le interesa, en cíborgs o
en lo que más le convenga nos convertiremos, creo que siempre
necesitaremos poesía para sobrevivir:
El
robot no necesita compañía,
El
robot,
ni
come, ni bebe,
ni
juega al amor.
El
robot no tiene bigote,
ni
sexo, ni dote,
ni
gran corazón,
-
nunca se enamora -
y
duerme a deshora.
Tan
sólo obedece,
el
robot.
A
veces le envidio
sus
ojos de vidrio
que
nunca han llorado.
Aunque
no me entiende,
le
cuento mis cosas,
me
quedo a su lado.
El
robot no necesita compañía.
Y
cuando la Empresa
apaga
sus luces,
me
siento en su nave
hasta
el nuevo día,
porque
yo, sí necesito compañía.
(Poema El
robot, de Gloria Fuertes)
*Los gifts son prestados de Museum of Internet
Magnifica reflexió, i necessària a tots, per l'accelerades que van les nostres societats, i sense adonar-nos tenim damunt els pitjors somnis de la ciéncia-ficció.
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