El físico Leo Slizard tuvo una visión: paseaba por las calles de Londres por allá el año 1933 y de repente, parado frente a un semáforo, imaginó la reacción en cadena de neutrones por la cual era posible la obtención de energía en cantidades enormes. Tan enormes como las que desprende una bomba atómica. Así es como el dibujante Baudoin y el matemático Villani plasman la manera en que el científico húngaro dio con una de las ideas que hizo cambiar el mundo. Lo hacen en la maravillosa novela gráfica Soñadores, de cuya lectura he disfrutado este verano.
A propósito de su descubrimiento, el científico húngaro hacía la siguiente reflexión : "los científicos funcionamos un poco como los poetas o los artistas. La imaginación es una herramienta indispensable para hacer realidad lo imposible". Está claro que lo de Slizard no fue una inspiración espontánea, puesto que ya conocía los estudios de Joliot-Curie, de Shrödinger y otros físicos alemanes que trabajaban en el campo de la física cuántica. Pero lo que más motivó a Slizard y consiguió que diera con tal decisiva idea fueron unas palabras del padre de la física nuclear Ernest Rutherford que venían a decir que quien creyese poder explotar la energía que se desprendía al romper el núcleo del átomo era un soñador.
Así que el soñador Slizard dejó volar su imaginación y cuestionó un imposible. De la misma manera que hicieron otros dos científicos que aparecen en Soñadores: Turing y Heisenberg. Todos ellos unidos por el hecho de no haberse resignado contra lo imposible y de haber surcado la las aguas de la osadía; en definitiva, de haber traspasado lo que hoy conocemos como frontera del conocimiento.
Slizard y compañía me han venido a la mente cuando ayer leí una noticia referida a los biohackers y a como éstos emplean la tecnología para transformar ("mejorar" según sus propias palabras) el cuerpo humano. Transmisores de radiofrecuencia que permiten abrir puertas o activar fotocopiadoras, sensores sísmicos con los que detectar los terremotos o la famosa antena que permite a Neil Harbisson detectar los colores superando así su severo daltonismo, son algunos ejemplos de las proezas que han conseguido estos nuevos soñadores.
Biohackers con implantes bajo la piel (Fuente:The Conversation)
El propio Neil vaticinaba, cuando lo entrevisté hace unos meses, que dentro de pocos años mucha gente llevaría tecnología implantada en su cuerpo. ¿Estamos dejando de ser humanos? Él mismo, uno de los biohakcers más mediáticos, se considera trans-especie. Atrás quedan los libros de texto de Biología que afirmaban que la especie humana simplemente evolucionaría a nivel cultural. Creo que nadie contaba con el poder de la tecnología para cambiar el concepto de nuestra propia especie biológica.
Por suerte han aparecido los biohackers, el colectivo que con sus propuestas está removiendo no solo la concepción de nosotros mismos o los límites de la manipulación de nuestros propios cuerpos, sino que también plantea la ciencia como una actividad alejada de los grandes circuitos institucionales. Pocos centros universitarios cuentan todavía con líneas de investigación en estos campos, y esto hace que estos outsiders de la investigación resulten más fascinantes. Desprenden, como toda buena ciencia ficción, un halo de romanticismo. Aunque se trate ya de poca ficción.
Coincido con Slizard: la imaginación es indispensable para sobrepasar las fronteras del conocimiento. Por eso su reflexión acerca de los artistas y científicos es tan valiosa. Imaginar es el punto de partida de ambos, es el hecho que equipara sus maneras de trabajar y desdibuja la línea que los ha separado demasiado tiempo. ¿O hay algún problema en considerar a madame Orlan o a Stelarc como pioneros en el biohackerismo? Porque el cyborg Neil Harbisson no tiene ninguno en llamarse artista. Al fin y al cabo, son todos unos soñadores.
Stelarc (izquierda) presenta el implante de una tercera oreja en su brazo (Fuente:The Conversation)
Cuando a mi madre la tuvieron que operar por segunda vez, pues el tumor que le había sido extirpado con anterioridad recidivió, la acompañé a ella y a mi padre a la consulta del cirujano. Se tenía que tomar una decisión difícil y todo apoyo era poco. El doctor H (por mantener su anonimato) nos explicó pacientemente en qué consistía la operación y el riesgo que ésta suponía. Aunque el médico hablaba con mucho tacto, no se andaba con rodeos y nos expuso de manera muy diáfana los pros y los contras tanto de someterse a la cirugía como de dejar crecer el tumor. Y claro, llegó un momento que la pregunta fue inevitable: "¿qué haría usted en mi caso, doctor?", quiso saber mi madre.
El día antes de la operación, visité a mi madre en el hospital para darle las buenas noches y me fui a casa. Durante el trayecto, y después mientras cenaba e incluso antes de conciliar el sueño, estuve pensando en el doctor H: ¿qué habría cenado? ¿se podría haber cortado mientras cocinaba y le imposibilitaría eso llevar a cabo la operación? ¿vería un rato la tele después de cenar? ¿o habría salido a tomar una copa con unos amigos? ¿haría el amor con su mujer? ¿le costaría dormir? ¿estaría nervioso por llevar a cabo una operación tan delicada? ¿se dormiría y llegaría tarde a la operación?
Durante toda la lectura de Ante todo no hagas daño no he dejado de pensar en el doctor H. Este libro refleja tan bien cómo se siente un cirujano ante "el mundo de enfermedad y muerte" en el que, en palabras del autor, pasa gran parte de su vida, que ha hecho que mi empatía y admiración por el doctor H, y en general por todos los cirujanos, crezca aún más.
El autor del libro del que hablo es Henry Marsh, un neurocirujano británico, que llegó a la medicina no por vocación sino por diferentes casualidades de las que se compone la vida, y acabó siendo el director del servicio de neurocirugía de uno de los mayores hospitales de Londres. Ahora, ya retirado, ha escrito este maravilloso libro a modo de memorias. Aunque yo creo que es más un homenaje a su difícil profesión y un intento por esclarecer en qué consiste en realidad ser cirujano. Porque, ¿quién está capacitado para decidir sobre la vida de alguien? ¿Quién sería capaz de tomar ciertos riesgos a sabiendas de que en tus manos tienes el destino de una persona?
El relato del doctor Marsh es sincero, melodramático pero nada sensiblero, y revela las dificultades que, no solamente por lo delicado de tratar con la enfermedad sino también por las dificultades que acarrea la mala gestión de la Sanidad Pública, conlleva su profesión. Pero, a pesar de tratar de enfermedad, muerte, y sufrimiento, no es un libro triste. No más triste que la vida. Porque, de la misma manera que convivimos con el dolor, en este libro también hay sitio para la alegría y, para la suerte, buena y mala.
Humildad y humanismo deberían ser cualidades indispensables en aquellos que quieran ejercer la medicina. Y de esas el doctor Marsh y su libro, tienen a raudales. Características de las que también gozaba el doctor H. La operación de mi madre fue un éxito y permitió que estuviera con nosotros un poco más de tiempo. La idolatría que ella mostró por aquel médico era indescriptible. El doctor H, lógicamente, era reservado y a pesar de contadas muestras de afecto no entablamos una relación más allá de la de médico-paciente. Después de leer Ante todo no hagas daño, me da la sensación que lo conozco un poco más. Algo que ha hecho no solamente reforzar mi gratitud hacia él, sino relativizar el poder casi milagroso que solemos atribuir a su profesión.
Ante todo no hagas daño, de Henry Marsh. Traducción de Patricia Antón. Salamandra, 2016.
Cuando tenía once años,
a Neil le diagnosticaron acromatopsia, es decir, no podía distinguir
los colores. A causa de este severo grado de daltonismo Neil veía
todo en blanco y negro. Una austera y monótona escala de grises
teñía su realidad. Lejos de que esto supusiera un problema, una
deficiencia que le impedía relacionarse con su mundo de niño de
once años, Neil se lo tomó como otra característica suya más,
igual que ser el único niño vegetariano de su clase, o lo mismo que
ser el único en apellidarse Harbisson del pueblo donde vivía. La
acromatopsia lo definía, pero no lo excluía.
Neil era gran aficionado
a la lectura pues su padre, que era profesor de inglés, se la había
inculcado, y empezó a leer en busca de respuestas. Quería saber qué
era el color, aquello que él no podía detectar. Leyó y releyó
pero ninguna de las grandes teorías del color le servían. ¿Cómo
podría él detectarlo? ¿Cómo podría experimentar esa sensación?
¿Cómo conseguiría percibirlo?
Y entonces, la música,
como tantas otras veces y para tantas otras personas, fue su
salvación. Mientras tocaba el piano un día, ya con veinte años,
dio con la solución. ¿Acaso la luz y el sonido no eran lo mismo?
¿Acaso no eran ondas ambas manifestaciones? Y así, de una manera
brillante, Neil ató cabos y pensó en asociar cada frecuencia de luz
a una nota, a un sonido. Por tanto, podría detectar las frecuencias
de onda de los colores y asignarles un determinado sonido.
Pero tan fantástica idea
necesitaba de un aparato que le permitiese detectar la frecuencia de
la onda de luz y transformarla en un sonido. Otra casualidad hizo
acto de presencia en la vida de Neil. Al asistir a unas clases de
cibernética, consiguió recabar la suficiente información y
colaboración para construirse una antena. Como todo gran invento, su
eyeborg (así lo llamó en un principio) gozaba de una elegante
simplicidad. Insertado en la parte trasera de su cráneo, y mediante
el implante de un software, Neil sufrió un ligero cambio físico que
suponía, verdaderamente, una profunda transformación: se había
convertido en un cíborg.
En realidad, tal y como a
él le gustaba explicarlo, el cambio no fue tan rápido. Porque para
que uno sea cíborg, debe sentirse cíborg. Y él se sintió cyborg
pasado un tiempo después del implante de su nuevo órgano. Cada vez
que lo contaba, su voz se volvía temblorosa de la emoción, y las
pupilas se le ensanchaban. No era para menos. Empezar a notar que ya
no eres humano no es una sensación baladí. Creo que, en esa
tesitura, cualquiera de nosotros sentiríamos un nudo en el estómago,
se nos erizarían el vello y hasta a alguno se nos escaparía una
lagrimita.
Pero volvamos al relato
del momento de sentirse cíborg. Neil siempre contaba que fue el día
en que se despertó y se dio cuenta de que había soñado con
colores; o mejor dicho, con sonidos. Fue ese el momento en que se
percató de que su cerebro no distinguía entre lo que era producto
del software que llevaba implantado de lo que su propio cerebro
producía. En ese kafkiano instante, Neil dejó de sentirse humano.
Ahora debería llegar el
final de la historia de Neil, en el que hablaros de su adaptación
en una sociedad de humanos no siempre receptivos a lo nuevo y
tolerantes con lo diferente. Quizás esperabais que os contara a qué
se dedicó después de convertirse en cíborg. De su estilo de vida,
de sus aficiones, de sus romances tal vez. Pero eso lo podéis
averiguar vosotros mismos. Neil Harbisson no es un personaje de
ciencia ficción. Es real. Tiene treinta y cuatro años, reside en
Nueva York y es el primer cíborg oficialmente reconocido. En 2004,
el gobierno británico le permitió renovar su pasaporte y reconoció
la antena como parte de su cuerpo.
Yo tuve la oportunidad de
conocerle cuando, hará un par de meses, lo entrevisté para Faaan!,
una revista sobre creatividad y diseño de Barcelona. Sí, habéis
leído bien, creatividad y diseño. Neil Harbisson es artista. Es el
precursor del Cyborg Art. No es de extrañar puesto que Neil
es el primero en muchas cosas. También en detectar la luz
infrarroja, en recibir llamadas directamente a su cabeza e incluso el
primero en poder conectarse mentalmente con los satélites que orbitan
alrededor de nuestro planeta y escuchar los colores del espacio. La
realidad vuelve a superar a la ficción. A la ciencia ficción,
diría.
Sé que mi relato no ha
estado a la altura de Isaac Asimov o de Philip K. Dick. Mi
imaginación no alcanza para inventarme un personaje como Neil
Harbisson. Aunque tengo que decir que conocerlo ha sido mucho mejor.
Escuchar a un cíborg explicarte con su propia voz, que por cierto
lejos está de sonar metalizada, fría e inexpresiva como la de los
cíborgs del cine, que sentirse cíborg “es sentir que tu eres
tecnología, no que la estás usando o llevando. No notar la
diferencia entre la antena y mi cuerpo, sino considerarlo como
cualquier otro órgano; no sentir la diferencia entre el software y
mi cerebro, sino ver que están unidos”, escuchar eso, decía, ha
sido una experiencia insuperable.
Por otra parte, ¿qué
pensarán James Cameron o Paul Verhoeven sobre Neil Harbisson? Sus
películas Terminator y Robocop, ahora consideradas de culto, tenían
como protagonistas a dos cíborgs y fueron grandes éxitos
comerciales en los ochenta. Desde luego no son las únicas. El cine
de ciencia ficción ha recurrido a estos personajes mitad humanos
mitad máquinas en bastantes ocasiones y ha explotado este filón con
mayor o menor éxito. Pero en general todas han contribuido a que nos
preguntáramos sobre nuestra relación con la ciencia y con la
tecnología.
Hace un tiempo leí el
libro Cine y ciencia ficción de
J.P.Telotte, profesor de literatura, comunicación y cultura
en el Georgia Institut of Technology. En él se analiza cómo este
género del cine es de gran interés para “cuestiones que son
particularmente importantes para la tecnocultura contemporánea”;
entre ellas la naturaleza del yo o la fragilidad de la existencia
humana.
Qué duda cabe de ésto.
La fascinación por el futuro, por saber qué nos depararán los
descubrimientos científicos y los avances tecnológicos, por
visualizar qué será de nosotros como especie, ha generado
inmumerables relatos y fotogramas que han provocado que nuestra
imaginación volara. Pero, aún más importante, y como dice
Telotte, ha sido la forma en que nos hemos planteado preguntas
estrechamente relacionadas con la filosofía o la ética de los
avances tecnocientíficos.
Neil no me quiso desvelar
en qué lugar y quien le hizo la operación para implantarse su
flamante nuevo órgano. Simplemente comentó que los comités de
bioética de diferentes instituciones médicas rechazaron su
solicitud. Yo tampoco quise entrar en detalles. Pero quedaba claro
que, aunque técnicamente se podía hacer, existían reparos desde un
punto de vista moral. De nuevo, la ciencia ha sido más rápida y
habrá que adecuarse a la nueva realidad. Conseguir renovar su
pasaporte es un buen ejemplo: el Gobierno de Su Majestad tuvo que
ceder y permitir que uno de sus súbditos apareciera fotografiado con
un dispositivo electrónico. Aunque ahora sabemos que es algo más
que eso.
Otro tema, en cambio, es
si Terminator perderá poder de fascinación conociendo la
existencia de Neil. ¿Que nos parecerá este tipo de cine ahora que
sabemos que el futuro ya está aquí? Ya no tenemos que imaginarnos
cómo será un cíborg. Hay uno que vive en Nueva York y viaja por
todo el mundo explicando su experiencia, explicándose a si mismo. Y
queda claro que ni es tan malo como Shwarzenegger, ni sufre tanto
como Peter Weller, ni mucho menos es perseguido como los replicantes
de Blade Runner.
Además, y que no cunda
el pánico, os tengo que decir que no está solo: la invasión cíborg
está en marcha. Porque, de la misma manera que OCP crea a Robocop en
el film de Verhoeven, Cyborg Nest es la empresa con la que
Neil está desarrollando y comercializando nuevos sentidos. A partir
de ahora, más gente podrá llevar implantada tecnología en su
cuerpo. Esta tecnología les permitirá percibir el mundo de otra
manera, tener otras capacidades. ¿Estamos a punto de dejar de ser
humanos?
Dejemos que Neil
conteste: “Sí, creo que estamos en el renacimiento de nuestra
especie. Estamos en un punto de diseñar qué especie queremos ser.
Yo me considero trans-especie, por el hecho de adaptar órganos y
sentidos de otras especies o de especies que aún no existen. Igual
que ahora no tienes por qué vivir el resto de tu vida con el género
con el que has nacido, ¿por qué tienes que vivir siendo la especie
con la que has nacido?”
Como afirma el profesor
Telotte en el libro que antes mencionaba, “una
pregunta clave que guía a la mayoría de la ciencia ficción no es
qué podemos hacer con nuestros conocimientos científicos, sino más
bien, dado un poder concreto, qué es lo que podemos hacer con él.”
No busquemos más en las películas, en los libros o en los cómics.
Ya tenemos la respuesta. Sayonara, baby. O mejor dicho,
bienvenido, Neil.
Hace días que le daba vueltas y hoy, leyendo el ensayo de Carl Wilson "Música de mierda", lo he visto claro. Pensar que el espectáculo Fields de Martin Messier era todo menos un concierto de música ha sido una tontería. Si bien es verdad que no era la música que uno espera escuchar o pretenda que le guste, asistir al show del artista canadiense se podría comparar como haber asistido al conflictivo estreno de La Consagración de la Primavera en 1913.
Aunque el Mazda Space no era el Teatro de los Campos Elíseos ni el público barcelonés fue tan escandaloso como el parisino, el paralelismo tiene más que ver con la novedad de lo que se escucha y con lo poco acostumbrados que estamos a determinados sonidos. Es decir, los ruidos que Messier generaba conectando y desconectando cables de los paneles que lo acompañaban en el escenario nos podría haber causado la misma sensación que el refinado público parisino notó al escuchar las primeras disonancias provenientes del foso del teatro.
Creo que nosotros, a diferencia de aquellos franceses que asistían a la citada première, supimos guardar las composturas y no interrumpimos al músico por un motivo: somos unos hipsters que sabíamos que lo que estábamos presenciando era cool, justamente por estar organizado por Sónar+ como apéritif al gran festín que ofrecerá en Junio.
Nuestro cerebro está programado para liberar dopamina, bendita hormona del placer, cuando escuchamos determinados acordes llamados consonantes (los épicos finales de bandas sonoras serían un buen ejemplo). En cambio, cuando escuchamos algo que definiríamos como rayos y centellas es que estamos ante unos acordes disonantes (aquí podemos pensar en un analfabeto musical aporreando las teclas de un piano). En estos últimos casos, las notas suenan sin ninguna relación entre ellas y provocan estas aberraciones.
Pero ojo, si nuestro cerebro se acostumbra a ellas, tal vez nuestro bulbo raquídeo logre liberar dopamina, porque a nuestras neuronas les gusta también lo conocido, y si son capaces de encontrar ciertos patrones en lo que escuchamos, tachán, nos va a acabar gustando.
Ojo, que el maestro Stravinsky está atento a lo que decís. Foto: Irving Penn
Si bien no era éste mi caso: yo nunca había escuchado a Messier, ni música hecha amplificando el sonido de las ondas electromagnéticas, de la misma manera que los asistentes al teatro de París el 1913 tampoco habían escuchado nunca los novedosos y chirriantes acordes que proponía Stravinsky. Ellos no aguantaron y empezaron a gritar y marcharse indignados. Nosotros permanecimos estoicamente en el Mazda Space la aproximada media hora del show de Messier. Sí, vale que después había catering y cerveza gratis. De acuerdo. Pero, ¿tan ratas somos que sólo por eso soportamos los artificios de Martin?
Hay algo más, y es que en cuestión de gustos, no sólo interviene la neurobiología, también interviene el factor social: los que acudimos a la llamada del Sónar+, aunque fuera de rebote como yo, íbamos atraídos por la expectativa de escuchar algo novedoso, poco convencional, alejado de la mainstricidad de cualquier música, electrónica o no, antes oída.
Algo parecido a lo que sucedió en 1914, cuando La Consagración de la Primavera volvió a sonar en el teatro de París y, entonces sí, fue aclamada. Como dice Wilson en su ensayo, aquél público debió ser el hipsterío de la capital francesa, que acudió en masa con ganas de escuchar algo nuevo y diferente.
Y así, de esta manera, aunque en su momento recuerdo que comenté que no me había acabado de gustar lo que Messier había hecho con Fields, pues lo veía más cercano al circo que montaba Tesla que a la música electrónica que esperaba escuchar, tengo que reconocerme un hipster acérrimo y confesar que tengo ganas de escuchar más ruidismos y disonancias. Mi bulbo raquídeo está seco de dopamina. Y la historia de la música se escribe a base de disonancias.