viernes, 8 de abril de 2016

Ruido y hipsters

Hace días que le daba vueltas y hoy, leyendo el ensayo de Carl Wilson "Música de mierda", lo he visto claro. Pensar que el espectáculo Fields de Martin Messier era todo menos un concierto de música ha sido una tontería. Si bien es verdad que no era la música que uno espera escuchar o pretenda que le guste, asistir al show del artista canadiense se podría comparar como haber asistido al conflictivo estreno de La Consagración de la Primavera en 1913.

Aunque el Mazda Space no era el Teatro de los Campos Elíseos ni el público barcelonés fue tan escandaloso como el parisino, el paralelismo tiene más que ver con la novedad de lo que se escucha y con lo poco acostumbrados que estamos a determinados sonidos. Es decir, los ruidos que Messier generaba conectando y desconectando cables de los paneles que lo acompañaban en el escenario nos podría haber causado la misma sensación que el refinado público parisino notó al escuchar las primeras disonancias provenientes del foso del teatro.


Creo que nosotros, a diferencia de aquellos franceses que asistían a la citada première,  supimos guardar las composturas y no interrumpimos al músico por un motivo: somos unos hipsters que sabíamos que lo que estábamos presenciando era cool, justamente por estar organizado por Sónar+ como apéritif al gran festín que ofrecerá en Junio.

Nuestro cerebro está programado para liberar dopamina, bendita hormona del placer, cuando escuchamos determinados acordes llamados consonantes (los épicos finales de bandas sonoras serían un buen ejemplo). En cambio, cuando escuchamos algo que definiríamos como rayos y centellas es que estamos ante unos acordes disonantes (aquí podemos pensar en un analfabeto musical aporreando las teclas de un piano). En estos últimos casos, las notas suenan sin ninguna relación entre ellas y provocan estas aberraciones.

Pero ojo, si nuestro cerebro se acostumbra a ellas, tal vez nuestro bulbo raquídeo logre liberar dopamina, porque a nuestras neuronas les gusta también lo conocido, y si son capaces de encontrar ciertos patrones en lo que escuchamos, tachán, nos va a acabar gustando.

Ojo, que el maestro Stravinsky está atento a lo que decís. Foto: Irving Penn

Si bien no era éste mi caso: yo nunca había escuchado a Messier, ni música hecha amplificando el sonido de las ondas electromagnéticas, de la misma manera que los asistentes al teatro de París el 1913 tampoco habían escuchado nunca los novedosos y chirriantes acordes que proponía Stravinsky. Ellos no aguantaron y empezaron a gritar y marcharse indignados. Nosotros permanecimos estoicamente en el Mazda Space la aproximada media hora del show de Messier. Sí, vale que después había catering y cerveza gratis. De acuerdo. Pero, ¿tan ratas somos que sólo por eso soportamos los artificios de Martin?

Hay algo más, y es que en cuestión de gustos, no sólo interviene la neurobiología, también interviene el factor social: los que acudimos a la llamada del Sónar+, aunque fuera de rebote como yo, íbamos atraídos por la expectativa de escuchar algo novedoso, poco convencional, alejado de la mainstricidad de cualquier música,  electrónica o no, antes oída. 

Algo parecido a lo que sucedió en 1914, cuando La Consagración de la Primavera volvió a sonar en el teatro de París y, entonces sí, fue aclamada. Como dice Wilson en su ensayo, aquél público debió ser el hipsterío de la capital francesa, que acudió en masa con ganas de escuchar algo nuevo y diferente. 

Y así, de esta manera, aunque en su momento recuerdo que comenté que no me había acabado de gustar lo que Messier había hecho con Fields, pues lo veía más cercano al circo que montaba Tesla que a la música electrónica que esperaba escuchar, tengo que reconocerme un hipster acérrimo y confesar que tengo ganas de escuchar más ruidismos y disonancias. Mi bulbo raquídeo está seco de dopamina. Y la historia de la música se escribe a base de disonancias.