martes, 21 de junio de 2016

Bienvenido, Neil

Cuando tenía once años, a Neil le diagnosticaron acromatopsia, es decir, no podía distinguir los colores. A causa de este severo grado de daltonismo Neil veía todo en blanco y negro. Una austera y monótona escala de grises teñía su realidad. Lejos de que esto supusiera un problema, una deficiencia que le impedía relacionarse con su mundo de niño de once años, Neil se lo tomó como otra característica suya más, igual que ser el único niño vegetariano de su clase, o lo mismo que ser el único en apellidarse Harbisson del pueblo donde vivía. La acromatopsia lo definía, pero no lo excluía.

Neil era gran aficionado a la lectura pues su padre, que era profesor de inglés, se la había inculcado, y empezó a leer en busca de respuestas. Quería saber qué era el color, aquello que él no podía detectar. Leyó y releyó pero ninguna de las grandes teorías del color le servían. ¿Cómo podría él detectarlo? ¿Cómo podría experimentar esa sensación? ¿Cómo conseguiría percibirlo?

Y entonces, la música, como tantas otras veces y para tantas otras personas, fue su salvación. Mientras tocaba el piano un día, ya con veinte años, dio con la solución. ¿Acaso la luz y el sonido no eran lo mismo? ¿Acaso no eran ondas ambas manifestaciones? Y así, de una manera brillante, Neil ató cabos y pensó en asociar cada frecuencia de luz a una nota, a un sonido. Por tanto, podría detectar las frecuencias de onda de los colores y asignarles un determinado sonido.

Pero tan fantástica idea necesitaba de un aparato que le permitiese detectar la frecuencia de la onda de luz y transformarla en un sonido. Otra casualidad hizo acto de presencia en la vida de Neil. Al asistir a unas clases de cibernética, consiguió recabar la suficiente información y colaboración para construirse una antena. Como todo gran invento, su eyeborg (así lo llamó en un principio) gozaba de una elegante simplicidad. Insertado en la parte trasera de su cráneo, y mediante el implante de un software, Neil sufrió un ligero cambio físico que suponía, verdaderamente, una profunda transformación: se había convertido en un cíborg.

En realidad, tal y como a él le gustaba explicarlo, el cambio no fue tan rápido. Porque para que uno sea cíborg, debe sentirse cíborg. Y él se sintió cyborg pasado un tiempo después del implante de su nuevo órgano. Cada vez que lo contaba, su voz se volvía temblorosa de la emoción, y las pupilas se le ensanchaban. No era para menos. Empezar a notar que ya no eres humano no es una sensación baladí. Creo que, en esa tesitura, cualquiera de nosotros sentiríamos un nudo en el estómago, se nos erizarían el vello y hasta a alguno se nos escaparía una lagrimita.

Pero volvamos al relato del momento de sentirse cíborg. Neil siempre contaba que fue el día en que se despertó y se dio cuenta de que había soñado con colores; o mejor dicho, con sonidos. Fue ese el momento en que se percató de que su cerebro no distinguía entre lo que era producto del software que llevaba implantado de lo que su propio cerebro producía. En ese kafkiano instante, Neil dejó de sentirse humano.

Ahora debería llegar el final de la historia de Neil, en el que hablaros de su adaptación en una sociedad de humanos no siempre receptivos a lo nuevo y tolerantes con lo diferente. Quizás esperabais que os contara a qué se dedicó después de convertirse en cíborg. De su estilo de vida, de sus aficiones, de sus romances tal vez. Pero eso lo podéis averiguar vosotros mismos. Neil Harbisson no es un personaje de ciencia ficción. Es real. Tiene treinta y cuatro años, reside en Nueva York y es el primer cíborg oficialmente reconocido. En 2004, el gobierno británico le permitió renovar su pasaporte y reconoció la antena como parte de su cuerpo.

Yo tuve la oportunidad de conocerle cuando, hará un par de meses, lo entrevisté para Faaan!, una revista sobre creatividad y diseño de Barcelona. Sí, habéis leído bien, creatividad y diseño. Neil Harbisson es artista. Es el precursor del Cyborg Art. No es de extrañar puesto que Neil es el primero en muchas cosas. También en detectar la luz infrarroja, en recibir llamadas directamente a su cabeza e incluso el primero en poder conectarse mentalmente con los satélites que orbitan alrededor de nuestro planeta y escuchar los colores del espacio. La realidad vuelve a superar a la ficción. A la ciencia ficción, diría.

Sé que mi relato no ha estado a la altura de Isaac Asimov o de Philip K. Dick. Mi imaginación no alcanza para inventarme un personaje como Neil Harbisson. Aunque tengo que decir que conocerlo ha sido mucho mejor. Escuchar a un cíborg explicarte con su propia voz, que por cierto lejos está de sonar metalizada, fría e inexpresiva como la de los cíborgs del cine, que sentirse cíborg “es sentir que tu eres tecnología, no que la estás usando o llevando. No notar la diferencia entre la antena y mi cuerpo, sino considerarlo como cualquier otro órgano; no sentir la diferencia entre el software y mi cerebro, sino ver que están unidos”, escuchar eso, decía, ha sido una experiencia insuperable.

Por otra parte, ¿qué pensarán James Cameron o Paul Verhoeven sobre Neil Harbisson? Sus películas Terminator y Robocop, ahora consideradas de culto, tenían como protagonistas a dos cíborgs y fueron grandes éxitos comerciales en los ochenta. Desde luego no son las únicas. El cine de ciencia ficción ha recurrido a estos personajes mitad humanos mitad máquinas en bastantes ocasiones y ha explotado este filón con mayor o menor éxito. Pero en general todas han contribuido a que nos preguntáramos sobre nuestra relación con la ciencia y con la tecnología.

Hace un tiempo leí el libro Cine y ciencia ficción de J.P.Telotte, profesor de literatura, comunicación y cultura en el Georgia Institut of Technology. En él se analiza cómo este género del cine es de gran interés para “cuestiones que son particularmente importantes para la tecnocultura contemporánea”; entre ellas la naturaleza del yo o la fragilidad de la existencia humana.

Qué duda cabe de ésto. La fascinación por el futuro, por saber qué nos depararán los descubrimientos científicos y los avances tecnológicos, por visualizar qué será de nosotros como especie, ha generado inmumerables relatos y fotogramas que han provocado que nuestra imaginación volara. Pero, aún más importante, y como dice Telotte, ha sido la forma en que nos hemos planteado preguntas estrechamente relacionadas con la filosofía o la ética de los avances tecnocientíficos.

Neil no me quiso desvelar en qué lugar y quien le hizo la operación para implantarse su flamante nuevo órgano. Simplemente comentó que los comités de bioética de diferentes instituciones médicas rechazaron su solicitud. Yo tampoco quise entrar en detalles. Pero quedaba claro que, aunque técnicamente se podía hacer, existían reparos desde un punto de vista moral. De nuevo, la ciencia ha sido más rápida y habrá que adecuarse a la nueva realidad. Conseguir renovar su pasaporte es un buen ejemplo: el Gobierno de Su Majestad tuvo que ceder y permitir que uno de sus súbditos apareciera fotografiado con un dispositivo electrónico. Aunque ahora sabemos que es algo más que eso.

Otro tema, en cambio, es si Terminator perderá poder de fascinación conociendo la existencia de Neil. ¿Que nos parecerá este tipo de cine ahora que sabemos que el futuro ya está aquí? Ya no tenemos que imaginarnos cómo será un cíborg. Hay uno que vive en Nueva York y viaja por todo el mundo explicando su experiencia, explicándose a si mismo. Y queda claro que ni es tan malo como Shwarzenegger, ni sufre tanto como Peter Weller, ni mucho menos es perseguido como los replicantes de Blade Runner.

Además, y que no cunda el pánico, os tengo que decir que no está solo: la invasión cíborg está en marcha. Porque, de la misma manera que OCP crea a Robocop en el film de Verhoeven, Cyborg Nest es la empresa con la que Neil está desarrollando y comercializando nuevos sentidos. A partir de ahora, más gente podrá llevar implantada tecnología en su cuerpo. Esta tecnología les permitirá percibir el mundo de otra manera, tener otras capacidades. ¿Estamos a punto de dejar de ser humanos?

Dejemos que Neil conteste: “Sí, creo que estamos en el renacimiento de nuestra especie. Estamos en un punto de diseñar qué especie queremos ser. Yo me considero trans-especie, por el hecho de adaptar órganos y sentidos de otras especies o de especies que aún no existen. Igual que ahora no tienes por qué vivir el resto de tu vida con el género con el que has nacido, ¿por qué tienes que vivir siendo la especie con la que has nacido?”

Como afirma el profesor Telotte en el libro que antes mencionaba, “una pregunta clave que guía a la mayoría de la ciencia ficción no es qué podemos hacer con nuestros conocimientos científicos, sino más bien, dado un poder concreto, qué es lo que podemos hacer con él.” No busquemos más en las películas, en los libros o en los cómics. Ya tenemos la respuesta. Sayonara, baby. O mejor dicho, bienvenido, Neil.